¿Y entonces la vida qué?

“Porque el mundo del que somos responsables es éste de aquí: el único que nos hiere con el dolor y la desdicha, pero también el único que nos da la plenitud de la existencia, esta sangre, este fuego, este amor, esta espera de la muerte”.

Ernesto Sábato.


Aunque parezca extraño el hombre es ante todo una convención simbólica y pretérita.

Siempre buscamos una historia, siempre buscamos algo que contar, siempre procuramos el pasado y siempre anhelamos el recuerdo como encuentro. Somos ante todo unos seres egoístas repletos de ansias ilimites de celebridad y gozo. Sea en la tarea más sencilla o en el oficio más degradante nuestra alma egoísta busca relevancia. El mundo se nos presenta ajeno e impreciso. Los otros; esas caras que se sobreviven paralelamente en todas las esquinas, sueñan con ser mañana una imagen fundida en otras conciencias, en otros ojos, en otros pensamientos. Pasamos toda nuestra vida creando, diseñando y construyendo ese mágico pasillo de fama y gloria que hemos considerado llamar de la forma más agradable como «recuerdo».

Hasta en la acción más generosa existe siempre un interés oculto que reclama su satisfacción; por eso lloramos, por eso mismo maldecimos cuando a quien ayudamos nos maldice, por eso mismo sentimos que el dolor de los otros es un dolor propio, no porque lo entendamos, sino porque ese dolor nos satisface, nos tranquiliza. En nuestra soledad consideramos nuestras conductas de forma favorable, más, hay momentos en que el silencio mismo de nuestros equívocos nos lleva a considerar nuestros comportamientos de forma más maliciosa y radical. A veces lleva años entender esta situación utilitarista, funcional o pragmática en la que hemos caído; pero no está mal desear estas cosas, ya que muchas veces estas acciones las llevamos a cabo sin saberlo.

Muchas veces nos acercamos a alguien, que esta acongojado, con el fin de consolarlo no porque queramos sentirnos bien sino porque algo en nosotros nos empuja a querer ayudar al otro; este caso especial en que el instinto nos lleva a realizar una actuación particular en pro de lo que va más allá de nosotros tan sólo determina el carácter trágico de nuestras necesidades personales.

Sin estos pequeños fenómenos, que aunados a nuestras vidas logran darle sentido a nuestras ideas, sería imposible existir.

El amor, la tolerancia, la paciencia, la sabiduría, el bienestar y la paz sólo pueden provenir de hechos netamente egoístas pero profundamente altruistas; este concepto egoísta no se señala como un algo narcisista que procura deliberadamente riquezas fraudulentas sino que deviene de un entendimiento universal de lo humano. El egoísmo viene de un sentir especial de lo que somos, de un amor desmedidamente consciente de lo que valemos y de lo que tenemos.

Este sentir egoísta-altruista que impulsa todas nuestras acciones posibilita en nosotros esa capacidad de querer comprender lo otro, siempre nos alejamos de nosotros egoístamente y altruistamente no para mostrarnos sino para abandonarnos en los otros. Tenemos una rotunda sed de prevalecer en el pasado de quienes formamos alguna vez parte. Esta vía de entendimiento ha planteado la estructura simple de la historia universal. Algunos personifican el grado sumo del heroísmo indefinido o del protagonismo total, otros, acechan en los párrafos trasparentes del recuerdo con posiciones que siempre señalan y especifican un determinado ser y una determinada historia y desde allí simbólicamente manifiestan su victoria sobre el olvido.

Entonces la vida; esa que cargamos de aquí para allá y de allá para acá se nos presenta vestida elegantemente; la vida entonces, se nos hace digna, no porque pensemos que lo que hacemos es importante para el devenir potencial de la evolución humana sino porque voluntariamente accedemos a ser células vivas de un desarrollo maravilloso.

Por eso nuestra búsqueda no se instaura en el futuro sino en el pasado, ese espacio vivido en el cual logramos la hazaña de la parábola y de la narración; ese lugar inexistente donde todo termina es donde procuramos realizar el sueño de relatar lo que fuimos.

Es gracias al pasado donde logramos reencontrarnos y logramos el compromiso; son las experiencias que quedan, la charla, el abrazo, el beso, la mirada, son los pasos que dimos, las cosas que vimos, las que exitosamente nos conducen al recuerdo.

La sensación placentera de saber que nos escuchan, la sensación orgásmica de comprender que lo hecho estuvo bien, la impresión incorruptible de sabernos vivos nace del egoísmo comunicacional de nuestros propios deseos.

Sin embargo, hay seres que han trasformado su egoísmo-altruismo humanista en un egoísmo fatal, en un egoísmo mortal. Tal es el caso de los que olvidan, tal es el caso de los que proceden según sus leyes y sus propios acuerdos, tal es el caso de los famélicos bárbaros que andan en la vida destrozando corazones.

En el mundo hay dos razas: la una que se inclina en el espejo para ver como los otros han logrado iluminarlo y la otra que se asoma en el azogue con el único fin de romper la luz que desde el fondo del cristal se instaura como verdad. Ambas razas son egoístas, pero la primera se busca eróticamente, procura el artilugio de saberse responsable de un mundo, de una vida, de una historia; la otra por su lado sólo acciona un egoísmo rencoroso, un egoísmo que se sabe construido y que niega su origen como quien niega a sus amigos.

Estos últimos seres, son seres angustiados por la expectativa, por la ansiedad de saberse inacabados. Hay una gran sed de inmortalidad en sus corazones que no les permite reconocer su eternidad, su infinitud. Esa raza de solitarios y de proclives, desde su incomoda posición de insatisfechos, ultrajan el mundo y a los hombres creyéndose iconoclastas verdaderos.

Pero esta devastación por el contrario de lograr el exterminio del progreso comulgante de los egoístas trascendentes lo que decreta es el llamamiento de una militancia activa hacia la orientación directa y personalizada.

Sólo cuando reconocemos que el hombre pasa por tres etapas esenciales en su vida, donde la primera imprime la rebelión y la racionalización; donde la segunda figura lo emocional y lo constructivo y donde la tercera configura la sabiduría y el recuerdo, es cuando comprendemos el sin-sentido de los hombres que obnubilados en el ensueño de las sospechas gestionan la guerra como sentido.

Todos fuimos o seremos en algún grado esa raza demente e ignorante, más todos maduramos o maduraremos y lograremos el asenso hacia el egoísmo verdadero de los humanos.

Hay que sentirse feliz de saber que se es un buen egoísta-altruista, de saber que lo que se sueña, que lo que se desea, de que esa sed de protagonismo y de trascendencia que le imprimimos a todo cuanto hacemos indudablemente tiene sentido, porque no es un egoísmo de afuera, no es un egoísmo rencoroso sino que es un moderado egoísmo que nace en nosotros como necesidad de la historia.

Cuando logremos interiorizar que el amor propio es lo que nos da el argumento necesario para predicar el humanismo como el estilo de vida que procura observar al hombre como valor central del universo entonces es cuando podremos dar respuesta acertada y alegre a la pregunta: ¿y entonces la vida que?

Nuestra respuesta por lo demás, tan sólo será: Pues que la vida vale la pena, pues que la vida es necesariamente imprescindible, pues que la vida en definitiva es el divino atributo que nos hace posibles, que nos hace sentir que somos algo, un algo que va más allá de unas ganas, de un querer, de unos sueños, de un sentir.

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